Por enésima vez, vamos a cuestionar esa historia de Aranjuez, que es también la de sus epígonos oficiales, empeñada en identificar la vida de los reyes y sus obras con la historia que interesa ser contada, ad nauseam, sin reparar jamás que, más allá de la soga y el tizón, de la piedra de Colmenar
y la pretendida eternidad geométrica de su paisaje, hubo un contexto de relaciones sociales complejo
determinado por la fragilidad y la fractura.

Porque profanar es un verbo transitivo, un movimiento real que suprime los espacios sagrados y los recupera para el común, para la colectividad y sus permanentes reinterpretaciones. De las corralas a los centros sociales okupados, de las huertas autogestionadas a los paseos botánicos gratuitos, de la recuperación de los caminos públicos al disfrute colectivo de las plazas y los jardines. Allí donde no está ni se le espera al Real Sitio, donde la colonización se ha detenido y no queda ni rastro de su anodina defensa, porque allí, donde la vida es curva y libre como diría Jesús Lizano, ya no es necesario pensar que Aranjuez existe gracias al Real Sitio, sino a su pesar y, en buena medida, en su contra.