El horror có(s)mico de Roland Topor (París, 1938-1997) no se contempla en los rostros, generalmente impávidos, o impersonales. Más bien aparece en un trozo de cielo, en una piedra, un sombrero o un zapato, y especialmente en un órgano corporal que, desmesurado, se destaca, o se desgaja, soberanamente, ridículamente. Que se repite, también, o se descoloca respecto de su ubicación habitual. Y que se despide -casi podríamos decir a la francesa- de sus funciones orgánicas, normativas.

La carne siempre es excesiva y escandalosa en los dibujos de Topor, bien por devastada y despellejada, adelgazada hasta lo tortuoso; bien por inflada, eufórica, invasiva, enrarecida hasta lo monumental, el espanto, lo sacrílego. El humor violento de este dibujante y escritor se vuelve dolor en carne viva, Diríamos que, en la lengua de Topor, el cuerpo no habla sino para sufrir, y que todo órgano que se hace conocer es ya sospechoso de desorden. Porque todo, en el imaginario de este artista esencial de nuestro tiempo, empieza y termina en el cuerpo feroz; él también una sinécdoque del propio cuerpo social, con su comportamiento regulado y alterado, sometido al imperio de la ley y a las rebeliones viscerales de sus componentes. Su mundo -pleno de sentimientos de culpabilidad, violencia, fobias y asociaciones fálicas, también de goce intensamente sexual- se crea a partir de los deseos más primarios, aquellas pulsiones elementales -cuando lo animal no se ha desgajado aún de lo espiritual- que consisten en satisfacer las necesidades orgánicas básicas, fijadas a una oralidad primitiva, frenéticamente inmadura, humillada y extasiada en su propia suciedad: comer, beber, orinar, defecar, ventosear, eructar, estornudar, copular.