Con el permiso del lector, que presumo, voy a empezar este prólogo con una suerte de «elogio del índice». Puede ser que el título de una obra resulte engañoso #y no es infrecuente ver a los autores debatirse entre emplear todas las argucias del dolos bonus titulador hacia el «mercado» o hacia la «academia»#; pero es rarísimo que el equívoco persista más allá de la lectura o mera visualización del índice de la obra. Es éste al título, lo que la letra pequeña a la publicidad. En algunas ocasiones el mero índice de una monografía no sólo nos «indica» sus contenidos temáticos sino también algo que el lector inteligente suele valorar más: la agudeza, el compromiso y la valentía intelectual del autor. En esos casos, entre comentarios como «¡Caray, se atreve con esto!» o «¡Mira, eso no se me había ocurrido!», ese lector, aun a sabiendas de que está infringiendo el orden natural de la lectura, se precipita a leer las páginas 123 y siguientes y 269 y sucesivas, y se deja para el postre un pequeño pero sugerente epígrafe presentado al final de la obra.