El viejo juez cuenta la historia de sir Edward Feathers, que abandonó Londres para convertirse en un renombrado abogado y, finalmente, juez en Hong Kong. La modestia y la impecable trayectoria del viejo juez, ya jubilado, son legendarias en el pequeño mundo de los letrados de alto rango británicos. Feathers, que en el presente lleva una vida apacible en una confortable y discreta casa en la campiña inglesa, es un hombre muy chapado a la antigua, un esnob de trato arisco, educado para mantenerse impasible ante cualquier circunstancia, que rehúye las emociones y la intimidad (él y su mujer, Betty, con quien no ha tenido hijos, duermen en habitaciones separadas, pues la idea de compartir cama «les parecía muy extraña, muy burguesa»). Y sin embargo, a medida que la novela va desgranando episodios de la vida sir Edward Feathers #una existencia mucho más azarosa de lo que el lector imagina#, el protagonista adquiere una densidad y un interés fascinantes. Nacido en Malaya, hijo de un funcionario colonial, el viejo juez fue uno de los llamados «huérfanos del Imperio», los hijos de ingleses que fueron enviados a la metrópoli, donde crecieron con parientes lejanos o familias de acogida y tuvieron, en muchos casos, infancias durísimas, marcadas por severas carencias afectivas. (Un célebre «huérfano del imperio» es el escritor Rudyard Kipling, cuya autobiografía es una de las fuentes de inspiración de esta novela.) La alternancia entre el presente y el pasado, entre una jubilación dorada teñida de melancolía y una infancia de privaciones dickensianas y secretos inconfesables, permite recomponer las piezas sueltas de una vida extraordinaria, a través de un relato marcado por giros inesperados y por episodios de comedia del más puro estilo british. Con excepcional destreza, Jane Gardam indaga en El viejo juez en uno de sus temas favoritos: la relación entre la vida interior, amalgama de recuerdos suprimidos, anhelos y fantasías, y las máscaras públicas que adoptamos en nuestra ex