Durante los dos últimos decenios se han producido cambios sin precedentes en los sistemas impositivos de la mayoría de los países, con el fin primordial de remediar la crisis de la imposición, puesta de relieve por el rechazo social de un sistema tributario desprestigiado que distaba mucho de ser equitativo, eficiente, eficaz y neutral. Ante esta crisis, vivida con mayor o menor intensidad por los distintos países, la estrategia adoptada por éstos consistió en transformar a fondo sus sistemas tributarios, siguiendo criterios impositivos acordes con un nuevo paradigma fiscal, conocido en el ámbito de los especialistas en las finanzas públicas, así como en las instancias políticas, como Modelo Extensivo. Modelo impositivo y criterios que, sin ser ajenos a las restricciones que se plantean en el campo político, jerarquizaron la eficiencia económica, la sencillez administrativa y la equidad horizontal, alejándose por tanto de la concepción tradicional, muy arraigada en los países en desarrollo, la cual le asigna al sistema impositivo múltiples y a veces incompatibles objetivos en el ámbito fiscal, como eso de conciliar el uso y asignación de los recursos productivos con la redistribución y bienestar social. En este planteamiento reformista nunca se puso en duda el enfoque de la imposición basado en la renta personal. Al contrario, el criterio dominante fue "mientras más ancha la renta, mejor". Y mucho menos se suscitó en el campo académico o en los niveles decisorios de la política fiscal, una reflexión crítica sobre la conveniencia de adoptar el consumo como base de la imposición personal, para explorar así nuevos caminos que condujeran a la superación definitiva de la crisis impositiva. De entonces para acá, ha habido #en palabras del catedrático español Fuentes Quintana#, "una oleada de reformas fiscales con muy pobres resultados", que ha puesto de manifiesto, hoy más que nunca, la necesidad de aplicar un esquema fiscal diametralmente opuesto al de la renta extensiva