El lector encontrará en esta obra muchos puntos centrales que tienen que ver con la dogmática penal y la política criminal, como es la función que a cada una corresponde desempeñar en el contexto de un Estado democrático de Derecho. Pero, sin duda, el sentido de cada una de ellas podrá comprenderse cuando se reconozca la importancia de la relación que debe existir entre ellas, es decir, cuando se admita que la dogmática penal no puede seguir cultivándose solo como el arte por el arte, o como la dogmática por la dogmática, sin importar sus implicaciones prácticas, y que la política criminal solamente puede alcanzar sus objetivos de manera razonable si se sustenta en bases teóricas más consistentes aportadas por aquélla.

Los tiempos actuales reclaman una dogmática penal que, sustentándose en una ideología de corte democrático, se desarrolle con mayor sentido y sea más propositiva de soluciones más funcionales frente a los problemas que competen al Derecho penal y, por ende, a la política criminal. Pero, ante los constantes excesos en el ejercicio del poder penal, como expresión de una determinada política criminal, surge la exigencia de un mayor protagonismo de la dogmática penal para convertirse en un auténtico mecanismo de contención de esos excesos, tanto de aquellos en los que incurre el legislador al momento de generar las leyes penales como en los que incurre el juzgador al aplicarlas a los casos concretos. Por ello, el diseño y desarrollo de la dogmática penal y la política criminal deben hacerse atendiendo a las realidades nacionales de cada región en que son aplicables; lo que es más exigible en realidades como las latinoamericanas, donde los sistemas democráticos aún son muy débiles y donde, por ello, se es más proclive a extralimitarse en el ejercicio del poder.