En los ásperos campos de Gandesa y en las crestas de las sierras de Pàndols y Cavalls se decidió el futuro inmediato de Europa, el de la República Española y, por descontado, el de Cataluña. Una guerra sumergida, o una postguerra interestatal y también interimperialista, se estaba librando o ensayando en territorio español. En el Ebro, la agotada República española planteó una ofensiva viable, pero en la que pocos confiaban. En el mejor de los casos podía frenar el vance franquista sobre Valencia o amenazar nuevamente Zaragoza, colocando en difícil posición a las avanzadillas enemigas que ya estaban en Lleida. De todos modos, la batalla que planteó la República podía ser determinante en otro sentido, el propagandístico, y además enlazar con la inminente guerra europea. De hecho, el 30 de septiembre, cuando se selló el Pacto de Munich, la batalla aún estaba viva. Pero sucedió lo inesperado, en esa fecha no comenzó una guerra en Europa, sino que Hitler obtuvo carta blanca en su política de expansión. Fue el mazazo definitivo para el Ejército del Ebro y la República española. En el aspecto puramente militar fue una batalla durísima, en cierta manera homologable a las grandes batallas de la Primera Guerra Mundial, aunque en un escenario más abrupto. Sin embargo, un nuevo factor tuvo una importancia capital en el desarrollo y desenlace de la operación: el poder aéreo. Su papel fue determinante y su utilización masiva. Los combates entre cazas, con escuadrillas volando a gran altura, anticiparon lo que pocos años después se generalizaría. La Batalla del Ebro fue una gran batalla aérea, y por sus características, la primera gran batalla aérea de la Segunda Guerra Mundial. Hasta hoy, la mayoría de los autores que han reflexionado sobre la batalla, aún desoyendo los terroríficos relatos de los supervivientes, no han considerado la guerra aérea sobre el Ebro en la posición central que realmente tuvo. El presente trabajo otorga una atención especial sobre la guerra aérea con